22/09/2018

Hay algo de liberador en hablar otras lenguas.

Al igual que conocer otros lugares aporta nuevos puntos de vista, con los idiomas ocurre un fenómeno similar, pues conforman un reflejo más o menos fiel de la cultura a la que pertenecen.

Por ejemplo, podemos intuir que la disponibilidad de más o menos términos para designar un referente cualquiera se basa en las necesidades comunicativas que tienen los hablantes de cada lengua. Un caso archiconocido que ilustra esto es el de las lenguas de los pueblos esquimales, que se sirven de varias palabras diferentes para referirse a la nieve. Fue el antropólogo Franz Boas quien dio a conocer por vez primera este dato en 1911, y si bien en este caso la lista de vocablos se vio hinchada a causa de rumores falsos que exageraban las cosas (hasta en el filme Cómo ser John Malkovich un personaje habla de nada menos que 49 términos durante una escena), algunos investigadores la han revisado y en cierta manera la respaldan a partir de su propia perspectiva (Regier, Carstensen y Kemp, 2016).

Pero volviendo al tema inicial, y al margen de las diversas peculiaridades léxicas o de otros tipos, parece aún más interesante enfocarse en el carácter carnavalesco de las lenguas extranjeras, por llamarlo de alguna manera. Es decir, estaríamos hablando de abandonar la fortaleza de las palabras maternas y revestirse con armas prestadas; por supuesto, la prioridad es defenderse... Pero si la ocasión lo permite, resultaría perfecto aprovechar el momento para hacer un comentario atrevido, quizás difícil de llevar a cabo bajo otras circunstancias, y entablar una conversación de esas que se salen de lo habitual.

En fin, así es como yo lo veo. (Cuando no siempre existe la oportunidad de practicar, principalmente). Ni que decir tiene que recomiendo la discreción del lector y que no siga estas pautas en ambientes poco adecuados. Quien avisa no es traidor.

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