26/03/2018

Una visión del desequilibrio

Poco a poco, la vida en el planeta se iba transformando de un modo cada vez más patente ante nuestra mirada. Se puede decir que se daban dos fenómenos simultáneos y estrechamente relacionados.

Por un lado, las ciudades de un tamaño relativamente pequeño, como pueden ser aquellas que habían visto la luz junto a la riqueza que es capaz de ofrecer un caudaloso río, las que gozaban de la impasible protección de una cordillera que serpentea cual reptil, o tal vez, las que se hallaran mecidas por el vaivén de la marea sobre los finos granos de arena de una playa... En fin, cualquiera de ellas sufría un particular proceso que provocaba su propia caricaturización. Para ilustrar la situación, la vida cultural (perenne, espontánea, no institucionalizada) brillaba por su ausencia, las fachadas de los edificios mutaban sus colores y adquirían tonos pastel, las voces de sus habitantes se apagaban gradualmente y cada vez quedaban menos, y lo que más llamaba la atención: un halo invisible, en esas mismas poblaciones, que hacía despreciar el propio lugar para todos los que entraban en contacto con él.

Por otro lado, los núcleos más habitados (que en algunos casos habían perdido un poco más su conexión para con las bondades geográficas y naturales que su ambiente les proporcionaba) continuaban con su tendencia creciente pues, entre otras cosas, acogían a los naturales de esos lugares más reducidos. No obstante, la cosa no acababa ahí: las migraciones turísticas que abarrotan el espacio público en las temporadas correspondientes suponían asimismo un desafío, por lo que ambos factores generaban un influjo crítico en esas urbes. En consecuencia, sus moradores expelían, literalmente, una energía dinámica que las dotaba de colores vivos, multitud de mensajes publicitarios y numerosos focos de los que bullía una vibrante música producida en directo. Todo esto hubiese formado una excelente combinación, si no hubiera sido por las últimas consecuencias del proceso: los grandes hábitats urbanos terminaban transmutando de tal manera que dejaban de ser ellos mismos; se convertían en copias (más caras que las originales, eso sí), pero sin dejar de ser más que meras réplicas. Así, se veían privadas de su esencia, y los ojos más avezados percibían los centros de las mayores poblaciones como perfectos parques de atracciones por los que pasearse y cuya ausencia de vida más allá de los muros exteriores se daba por sentada con pasmosa naturalidad.

Esta fue una, tan solo una, de las muchas claves por las que las condiciones de vida en ese planeta se fueron erosionando... Defecto y exceso habían perdido el control en un ataque de ego, y desde entonces pocas soluciones efectivas de verdad se pudieron llevar a la práctica para resolver el problema.

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