Poco a poco,
la vida en el planeta se iba transformando de un modo cada vez más patente ante nuestra
mirada. Se puede decir que se daban dos fenómenos simultáneos y estrechamente
relacionados.
Por un lado, las
ciudades de un tamaño relativamente pequeño, como pueden ser aquellas que
habían visto la luz junto a la riqueza que es capaz de ofrecer un caudaloso
río, las que gozaban de la impasible protección de una cordillera que serpentea
cual reptil, o tal vez, las que se hallaran mecidas por el vaivén de la marea sobre
los finos granos de arena de una playa... En fin, cualquiera de ellas sufría un
particular proceso que provocaba su propia caricaturización. Para ilustrar la
situación, la vida cultural (perenne, espontánea, no institucionalizada) brillaba por su ausencia,
las fachadas de los edificios mutaban sus colores y adquirían tonos pastel,
las voces de sus habitantes se apagaban gradualmente y cada vez quedaban menos,
y lo que más llamaba la atención: un halo invisible, en esas mismas poblaciones, que hacía
despreciar el propio lugar para todos los que entraban en contacto con él.
Por otro lado, los núcleos más
habitados (que en algunos casos habían perdido un poco más su conexión para con
las bondades geográficas y naturales que su ambiente les proporcionaba) continuaban con su
tendencia creciente pues, entre otras cosas, acogían a los naturales de esos
lugares más reducidos. No obstante, la cosa no acababa ahí: las migraciones
turísticas que abarrotan el espacio público en las temporadas correspondientes
suponían asimismo un desafío, por lo que ambos factores generaban un influjo
crítico en esas urbes. En consecuencia, sus moradores expelían, literalmente, una
energía dinámica que las dotaba de colores vivos, multitud de mensajes
publicitarios y numerosos focos de los que bullía una vibrante música producida
en directo. Todo esto hubiese formado una excelente combinación, si no hubiera sido por las
últimas consecuencias del proceso: los grandes hábitats urbanos terminaban transmutando
de tal manera que dejaban de ser ellos mismos; se convertían en copias (más
caras que las originales, eso sí), pero sin dejar de ser más que meras réplicas.
Así, se veían privadas de su esencia, y los ojos más avezados percibían los
centros de las mayores poblaciones como perfectos parques de atracciones por
los que pasearse y cuya ausencia de vida más allá de los muros exteriores se daba
por sentada con pasmosa naturalidad.
Esta fue una, tan solo una, de las muchas claves por las que las condiciones de vida en ese planeta se fueron erosionando... Defecto y exceso habían perdido el control en un ataque de ego, y desde entonces pocas soluciones efectivas de verdad se pudieron llevar a la práctica para resolver el problema.
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